RECUERDAN EL cachondeo con aquel vídeo de Navidad en la Zarzuela en donde los actuales reyes nos hacían creer que eran una familia normal mientras comían vestidos como para una boda, rodeados de sirvientes, y llevaban a sus hijas al colegio en un coche blindado con chófer? De todos es sabido que no hay nada menos real que la familia real. Y, sin embargo, cuando estallan las rencillas personales en dicha institución, todos tomamos partido como si nos fuese la vida en ello y nos repetimos una y otra vez «míralos, si en todas las familias cuecen habas».
El último cotilleo lo protagonizaron las dos reinas, la consorte y la emérita. La de sangre roja y la de sangre azul. Letizia y Sofía. Nuera y suegra. O eso dicen las escrituras. El pasado domingo, a la salida de una misa en Mallorca, doña Sofía intentó sacarse una foto para los paparazzi con sus nietas, la princesa Leonor y la infanta Sofía, a lo que la madre de las criaturas, la actual reina, respondió como una loca poniendo su propio cuerpo como escudo para evitar la feliz instantánea. Los medios de comunicación se apresuraron entonces a airear las desavenencias que enfrentan a estas dos mujeres desde que la Corona cayese en la plebeya y algunos ciudadanos, escandalizados, se fueron directos a insultar a Letizia a la salida de su siguiente acto oficial. De los dos varones que las acompañaban, jefe y exjefe de Estado por gracia de su apellido y de su sexo masculino, nadie habla. Son dos satélites que no intervienen en las terribles guerras femeninas.
Si no hay nada menos parecido a una familia que la monarquía es porque sus miembros tampoco lo son en absoluto. Ni doña Sofía es una entrañable abuela que pasa los días desesperada por ver a sus nietas, ni Letizia una abnegada madre que se pelea para conciliar con su vida laboral mientras intenta educar a sus hijas ante un padre ausente. Ambas viven en un universo inalcanzable para la inmensa mayoría de los mortales, a años luz de eso que llamamos «los problemas de las mujeres».
Pero aún así nos empeñamos en empatizar con ellas, y aún peor, en elevar el mito patriarcal de la suegra y la nuera que se odian para regozijo de machirulos que estos días repiten el mantra «ni la Corona se libra de la enemistad de las mujeres». Para lo único que vale este teatrillo es para recordar la realidad económica y emocional de las mujeres dentro de las familias, y para descubrir, una vez más, que en la mayor parte de los casos las discusiones están generadas por la situación precaria y extenuante que soportan las mujeres obreras sin ayuda -y muchas veces sin sueldo-, y que genera conflictos dentro de un sistema familiar que las sigue recargando de responsabilidades. Un sistema que las empuja a doblar y a triplicar jornadas dentro y fuera de casa, y a hacerse cargo del cuidado del hogar y de los miembros de la familia. Y lo normal es todo lo contrario a lo que vimos el otro día: nueras y suegras (y madres) colaboradoras que se reparten el tiempo para cuidar a niños y a mayores –actividad que sigue estando feminizada hasta en las mejores familias- y que se profesan un enorme amor y respeto.
Conozco a suegras maravillosas que pasan desvelos para ayudar con sus nietos y a nueras no menos humanas que cuidan de sus suegros como si fuesen sus propios padres. Conozco a mujeres que fueron nuera y suegra y que mantienen una gran amistad después del divorcio de su hijo/pareja, y a otras que han donado médula para salvar la vida de la mujer con la que comparten tan especial relación. El binomio nuera-suegra es uno de los más importantes entre mujeres de diferentes generaciones. Diría incluso, que después de la relación entre madre e hija, la unión entre nuera y suegra puede ser la más íntima entre dos mujeres adultas a largo plazo. En lugar de tomar partido a favor de la nuera o de la suegra reales, sería estupendo empezar a preocuparnos de las que tenemos al lado y sus conflictos. Estupendo sería también abrir un debate para hablar de esos cuñados listillos y de la república, pero eso mejor otro día.