EL AÑO 1992 fue un año importante para la historia de España, el año en el que el país subía a la primera división de la modernidad y se desprendía de los vestigios del franquismo a golpe de huelgas, manifestaciones y el intento por hacer del periodismo un arma eficaz contra los desmanes y las corruptelas del felipismo. Aquel año tuvieron lugar varios acontecimientos imprescindibles para entender la reciente historia de España. Fue el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona con la actuación grabada de Montserrat Caballé y Fredy Mercury, que, ya difunto, disimulaba las consecuencias del SIDA en toda una generación. El año de la Expo de Sevilla y de Curro, su mascota. El año en que compartieron lista en los 40 Principales OBK, Michael Jackson, Luz Casal, Nirvana o Mecano.
Fue el año en el que se firmó el Tratado de Maastricht, la incubadora de la Unión Europea que pretendía dar lugar a la Europa soñada de ciudadanos, y que en cambio, sólo sirvió para convertirnos en un club bancario sin más fin que la moneda única. En 1992 el joven Bill Clinton ganaba por primera vez las elecciones presidenciales en Estados Unidos, mientras aquí al lado, la desintegración de Yugoslavia y el alzamiento de líderes nacionalistas daban lugar a la peor matanza de civiles vivida en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
De todo esto me iba enterando yo por la tele y, sobre todo, por los libros de Historia que años después tendría que estudiar. En el año 1992 yo tenía seis años y mi mayor preocupación era ir al cole. Ese fue el curso en que empecé en Primaria y fue el año en que conocí a la profe Gloria Lis, mi tutora en A Xunqueira I. Gloria fue mi maestra aquellos dos primeros años de mi etapa escolar y sembró la fascinación por el aprendizaje que me acompañó durante toda la vida, aún cuando las aulas tenían incómodas sillas y mesas marrones, y el patio del recreo era un lugar inhóspito «y divertido» en donde jugábamos a cazar sapos y mariquitas.
Hace unas semanas la hija de Gloria, Patricia Rivas, me contactó por Facebook para presentarse, y me envió una foto de la libreta de Gloria en donde la maestra había apuntado la lista de los alumnos del curso 1992/1993. Al lado de Silvia, Ángela y otras amigas que lo siguen siendo casi tres décadas después, estaba mi nombre escrito con la preciosa caligrafía de Gloria. Una letra que me esforzaba en copiar y que, ni de lejos, tuve nunca tan bonita. Uno de los recuerdos que más interiorizado tengo es la mano de la profe sujetando mi pulso indeciso mientras me ayudaba a juntar letras, sílabas y palabras. Las manos cálidas que me enseñaron a escribir.
Después de Gloria vino Lourdes, la profe con la que estuve desde Tercero hasta Sexto. La pasión, el cariño, y la paciencia infinita de aquellas profesoras, hicieron de la escuela mi lugar preferido aunque para ellas no hubiese sido un camino de rosas.
Ya en Primero, Gloria mandaba mensajes de socorro en las notas acerca de mi incontinencia verbal y, más tarde, cuando me ponía enferma y no me dejaban ir al cole, Lourdes le confesaba a mi madre que el run-rún de mis gritos la perseguía cada vez que cerraba los ojos. Cuando se cansaba de mí y de mi no diagnosticada hiperactividad, Lourdes me daba un paño del polvo y me ponía a limpiar la clase, mientras el resto de los niños acababan los ejercicios. En los 90 la infancia todavía no había sido santificada por los gurús de la educación.
También era la época en que, educados en libertad, a los niños no se nos ocurría insultar a los profesores, y los padres y las madres, no cuestionaban, en general, su trabajo. Las profesoras de mi infancia eran figuras maternales y fuente de afecto, tanto, que a veces nos descubríamos gritando un «mamá» o «abuela» en medio de la clase.
Las mujeres han sido siempre mayoría en Educación Primaria, pero ahora mismo son ya casi el 80 por ciento del claustro. Una desproporción de género que no explica que cada año aparezcan una cantidad ingente de profesores estrella varones y que, pese a la insignificante representación masculina «uno de cada cinco» sean casi el cuarenta por ciento de los directores de colegios.
El sueldo de las maestras no es ninguna maravilla pero, además, Galicia tiene el dudoso honor de ser la segunda comunidad autónoma en donde peor se les paga, sólo por detrás de las Islas Baleares.
Espero que alguien se de cuenta de una vez, que las manos que sujetan los primeros lápices hacen más por el futuro de la sociedad que todos los Tratados de Maastricht juntos. Larga vida a las maestras.