CUANDO LE preguntaron a Virginia Woolf qué necesitaba una mujer para escribir una novela respondió que «una mujer debe tener dinero y una habitación propia para escribir novelas; y esto, como veis, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela». Woolf había pronunciado estas u otras palabras parecidas en el año 1928 durante una serie de conferencias literarias que al año siguiente recogió en su libro Una habitación propia, uno de los principales estandartes del feminismo moderno.
Lejos de lo que pudiese parecer, Woolf no estaba teorizando sobre la literatura, sino que hablaba del mayor problema que afecta a nuestro sexo: la pobreza y la dependencia económica.
Es curioso y aterrador comprobar cómo aquellas palabras que dedicaba con gran naturalidad a las mujeres durante el periodo de entreguerras, siguen tan vigentes casi 100 años después. Todo sobre lo que nuestras predecesoras catequizaron se ha ido convirtiendo poco a poco, en la gran estafa femenina. Las mujeres nos hemos incorporado masivamente al mercado laboral y copamos casi todas las carreras universitarias, sin embargo, seguimos siendo pobres. La diferencia salarial se sitúa en más del 23 por ciento en España, nuestros trabajos son los más precarios, los más temporales y alimentamos las listas del paro. En general, los sueldos son más pequeños para nosotras y existe un veto silencioso en las empresas cuando las mujeres nos encontramos en esa fértil y peligrosa edad de merecer. Entre los 30 y los 40 años nos convertimos automáticamente en sospechosas, y un hijo a nuestro cargo pesa mucho más sobre nuestros hombros que media docena de ellos sobre los de nuestra pareja masculina. Por supuesto, todavía no hemos renunciado como locas a la vida familiar y este hecho supone el doble de horas de trabajo no remunerado para las mujeres con respecto a los hombres. Y sí, los hombres trabajadores dedican la mitad de horas al cuidado de los hijos que sus trabajadoras y liberadas mujeres.
¿Dónde está esa habitación, Virginia?
Hija de una influyente familia inglesa de la época victoriana, Virginia Woolf pudo acceder a una educación y una formación exquisitas que la convirtieron en una privilegiada en su época. Este hecho hizo posible que Virginia llegase a consideraciones especialmente atrevidas sobre la moralidad y la sexualidad femeninas e incluso a algo sobre lo que después sería bautizado como conciliación laboral, un concepto que nuestro políticos entienden como un uso exclusivo de las mujeres. «Hacer una fortuna y tener trece hijos, ningún ser humano hubiera podido aguantarlo (… ) Primero hay nueve meses antes del nacimiento del niño. Luego nace el niño. Luego se pasan tres o cuatro meses amamantando al niño. Una vez amamantado el niño, se pasan unos cinco años cuando menos jugando con él».
En 1912, Virginia Stephen se casó con Leonard Sidney Woolf (responsable de su famoso apellido) un escritor y economista junto al que fundó su propia empresa, la célebre editorial Hogarth Press. El matrimonio, que Virginia describió siempre como feliz y liberal (ella llegó a tener una amante) no tuvo hijos, y durante esa etapa hasta su muerte en 1941, Virginia publicó sus más famosas obras que describieron el universo y las preocupaciones femeninas como nunca antes se había hecho en la literatura.
Leyendo a Virginia una se da cuenta de que la habitación es la vida misma, la identidad propia. En la época de Virginia o eras rica, o no tenías derecho a esa habitación. Trabajar fuera y dentro de casa para conseguir esa independencia supone un ejercicio de malabares que agota e induce a la frustración a la mayoría de las mujeres que se han atrevido a ser madres y profesionales. Incluso a las que no son madres y tienen una pareja. En ningún momento de la historia las mujeres hemos dejado de ser amas de casa, salvo que ahora lo combinamos con nuestras respectivas carreras profesionales, cada vez más exigentes. Las horas extra de tiempo que dedicamos a la vida familiar y que no cuentan en el cómputo global del trabajo son las que les restamos al ocio, a la reflexión, al pensamiento y a la cultura que sigue en manos masculinas. Cuando Virginia hablaba de pobreza económica hablaba también de la pobreza de la mente. Seguimos siendo pobres, pero ahora tenemos una nómina a fin de mes.
Las mujeres directoras, guionistas y hacedoras de cultura en general siguen siendo una minoría. Los hombres nos pintan, nos escriben, nos convierten en sus musas y crean las aspiraciones que masticamos con las palomitas: la casa, el amor romántico, la búsqueda del macho. No olvidéis nunca que la habitación propia sigue ahí, al lado de la cama conyugal, y es necesario dejar la puerta abierta para entrar de vez en cuando.