Uno de los regalos más absurdos que se le puede hacer a un niño es un reloj. Ningún niño necesita un reloj. La medición del paso del tiempo es una angustia exclusiva de los adultos que, afortunadamente, no alcanza a los pequeños. De hecho, los niños viven ajenos al paso del tiempo, al menos hasta que comienzan a adquirir conciencia de la propia muerte, algo que sucede entre los cinco y los nueve años de edad aproximadamente. Sin embargo, los adultos favorecemos esta preocupación prematuramente, con nuestras maniáticas llamadas de atención sobre el reloj para que se den prisa, acaben los deberes o se metan pronto en cama. El mundo se mueve cronómetro en mano y ningún hecho que estemos viviendo en el presente, hayamos vivido en el pasado, o tengamos previsto vivir en el futuro, puede aislarse de los parámetros de temporalidad. Cuando acabe de leer este párrafo será un poco más tarde y usted un poco más viejo.
Desde que Crono, dios del tiempo en la mitología griega, se comiese a sus propios hijos para evitar que lo destronasen, el tiempo no ha parado de fagocitar a cada uno de los seres que han habitado el mundo para demostrar, una y otra vez, que somos solo piezas finitas dentro de ese tostón llamado eternidad. La batalla contra Crono es una lucha perdida de antemano y a pesar de ello, la preocupación por el paso del tiempo ha sido una constante en la historia de la humanidad. Astrónomos, filósofos y científicos de todas las épocas históricas han tratado de encontrarle sentido más allá del tic-tac de las agujas del reloj.
Los actuales psicólogos y neurocientíficos señalan que la clasificación del tiempo según la percepción humana atiende a los criterios de interioridad o exterioridad. El tiempo externo, medible, nos afecta a todos por igual. El tiempo interno se divide en el biológico o circadiano y el autobiográfico. Mientras el primero es el que el cuerpo utiliza para realizar sus funciones fisiológicas (diferenciar entre el sueño y la vigilia, la producción de hormonas o la regeneración celular) el segundo, o autobiográfico, es el tiempo percibido o tiempo de la memoria. El tiempo que afecta a la cognición y que provoca que, según las situaciones, las horas vuelen o sean dolorosamente lentas. Matar el tiempo (o asesinarlo, dependiendo de la ocasión) es una de las actividades favoritas de esta especie que curiosamente no deja de buscar la longevidad en un vano intento de ser un poco menos mortales. Paradójicamente, aburrirse es un pecado imperdonable en un mundo dominado por la invasión de información y la filosofía fast.
Dado que el paso del tiempo solo preocupa a los adultos en general, y a los más mayores en particular, ¿se podría explicar la agudización en la percepción —más rápido cuanto más viejos somos— únicamente por el agotamiento del reloj biológico o, lo que es lo mismo, por una mayor proximidad al nicho?
Según David Eagleman, neurocientífico, la percepción de la aceleración de la vida a medida que nos hacemos mayores se explica por el menor gasto energético que implican las experiencias cotidianas. Una vez pasados los treinta, la mayor parte de acontecimientos no suponen una gran novedad, lo que implica que nuestro cerebro no se esfuerce en leer esos datos y, por tanto, no recuerde con detalle lo que nos está ocurriendo. Es decir, la percepción propia del tiempo guarda una gran relación con la memoria autobiográfica. Por eso, cuando somos niños y jóvenes la vida se nos dilata para poder aprender (y aprehender) la mayor parte de cosas que utilizaremos en nuestra adultez y vejez. Al prestar más atención, la sensación de tiempo transcurrido es mayor. Lo mismo sucede con los estímulos inesperados (positivos o traumáticos) que son percibidos por nuestro cerebro como más duraderos en comparación con los frecuentes. De pequeños tampoco tenemos pasado, así que nuestro cerebro tiene pocos datos que recordar (la conocida como «amnesia infantil» llega hasta los cuatro años de edad). No obstante, los mayores pasamos grandes cantidades de tiempo recordando hechos pasados.
Probablemente usted tenga una sensación parecida a las siguientes. Cuando estaba en el colegio los veranos eran larguísimos y le daba tiempo a hacer de todo, incluso a echar de menos las clases y a los amigos. En el instituto, cada verano podía ser una épica de amoríos que se sucedían lentamente entre los primeros besos y las lágrimas de los deseos no correspondidos. Las dilatadas noches de aventuras que acababan a las dos y la dura pelea por que le dejasen alargar un poco el fin de semana. En la universidad, puede que tuviese que aguantar las pesadas prácticas de trabajo que multiplicaban la duración del verano al punto de que casi se hacía más largo que el divertido invierno. Para muchos, luego vino la formalización de la vida conyugal y los niños. Revivir la propia infancia a través de ellos. Pero los niños crecen y, mierda (perdón), usted se parece cada vez más a sus padres.
El filósofo Immanuel Kant fue el precursor de la actual psicología del tiempo, al cuestionar las explicaciones que Aristóteles había dado sobre el tiempo absoluto. Kant creía que «el tiempo es únicamente una condición subjetiva de nuestra intuición humana, y en sí mismo, fuera del sujeto, no es nada». La percepción subjetiva del tiempo explica que mi perro no experimente ningún sentimiento de culpa después de procrastinar todo el día en un letargo infinito. El siguiente en apoyar la teoría de la subjetividad del paso del tiempo fue un físico. Albert Einstein puso de manifiesto que el tiempo, al igual que el espacio, son relativos.
Aunque a partir de los cuarenta años el reloj de la pared de la cocina corra a la misma velocidad que cuando usted tenía veinte, puede que los días se conviertan en una sucesión de acontecimientos similares por los que transcurrirá sin apenas percibirlos. Si usted no es una persona curiosa y preocupada en seguir cotilleando, no habrá apenas gasto energético, ni esfuerzo que le obligue a prestar atención a los detalles. Probablemente, le resultará imposible recordar apenas nada del trayecto del camino al trabajo de esta mañana o lo que desayunó ayer. Yo le ayudo: lo mismo que hoy.
Fotografía: CB shoots (CC)
Fotografía: CB shoots (CC)
John Wearden, profesor de la Universidad de Keele y experto en la percepción del tiempo, señala que la lentitud y rapidez del tiempo están íntimamente relacionadas con la fijación subjetiva en el paso del mismo. El tiempo rápido, asociado a las cosas buenas, no se mide mientras se vive. Estamos demasiado ocupados disfrutando.
Wearden también dice que las personas mayores y con poca actividad acusan la lentitud y pesadez de los días y, sin embargo, los meses se les hacen cortos. Esta combinación de que los meses se acaban tiene relación directa con el tiempo biológico, o lo que le queda a uno de vida por delante, y la lentitud de los días con el puro aburrimiento y la falta de nuevas actividades.
Las juegos de la memoria son los responsables de la sensación que tienen la mayor parte de los abuelos con respecto a que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Los abuelos que han tenido una infancia y una juventud de penas y diezmos recuerdan mayormente momentos de dicha y felicidad a medida que envejecen. El psicólogo Douwe Draissma señala que a lo largo del tiempo nuestra memoria modifica nuestro pasado para convertir nuestra propia biografía en una ficción. La que nosotros queremos que nos acompañe. Que la ilusión de la aceleración vital tiene que ver precisamente con esa ralentización de los relojes fisiológicos y con el efecto de la reminiscencia debido a la gran cantidad de recuerdos almacenados en la infancia, cuando el cerebro era una esponja y Franco regalaba abrazos a los niños mutilados.
La cultura y la sociedad en que nos encontramos inmersos (y también la influencia de las religiones) han conseguido que no nos resulte insoportable vivir a pesar de que sabemos lo que nos espera. La imaginación, el deseo de devenir, de trascender de alguna manera (a través de descendencia biológica o por nuestros actos por los que deseamos mejorar la vida de los siguientes, o ser simplemente recordados) dan sentido al futuro y a la propia vida.
Las opciones que nos quedan como seres mortales son escasas. Podemos no hacer nada nuevo y dejar que la vida pase tediosa y pausadamente, o bien podemos intentar aprender algo cada día, vivir con pasión como si fuese el último (de hecho, puede serlo) y no mirar el reloj. Cuando nos queramos dar cuenta habremos vivido una vida llena de aventuras pero habrá pasado muy rápida. Eso sí, siempre podremos teñir la ficción que les endosaremos a nuestros nietos de bastante realidad. (Ya saben: Rodrigo Rato fue el mejor ministro de Economía de la democracia y Esperanza Aguirre aquella anciana que donaba médula ósea a los refugiados sirios en sus ratos libres).
En el libro El reloj de arena, publicado en Alemania en 1957, el filósofo Ernst Jünger escribe en esta línea sobre el sentido del tiempo: «Quien vive inmenso en este altivo mundo de titanes, en sus goces, en sus ritmos y peligros, puede conseguir grandes cosas, pero no es capaz de juzgarlas. (…) En este sentido, el reloj de arena es un buen punto de apoyo para la crítica del discernimiento, una adición sedante a nuestro mundo vertiginoso, una adición anterior a Copérnico, pero aún más relevante si tenemos en cuenta que nos hallamos en un terreno que separa la doctrina de Copérnico de un nuevo concepto del tiempo y del espacio».
Hace algunos años, en una entrevista de televisión, el escritor Camilo José Cela, ya anciano, hizo este comentario sobre su prolífica existencia: «No importa lo larga que sea la vida, sino lo ancha». A Camilo, como en tantas otras ocasiones, se le entendió todo. ¿Ancha o larga? Yo la prefiero ancha. Siempre.