El pasado viernes se desconvocó la huelga indefinida que mantenían las trabajadoras de las cinco tiendas de Bershka en la provincia de Pontevedra, la más larga del grupo Inditex en España. Después de nueve días de paro total, con un seguimiento del 100% de la plantilla, las dependientas de Vigo, Vilagarcía y Pontevedra vieron cómo sus presiones surtían efecto sobre la patronal. Consiguieron equiparar sus salarios con las compañeras de A Coruña y mejoras en los días de descanso y vacaciones, conciliación laboral, y permisos de lactancia. Con un 90% de la plantilla a tiempo parcial, las trabajadoras de Bershka cobran alrededor de los 900 euros mensuales. Gracias a ellas aprendimos que el orgullo obrero y la lucha sindical sirven para algo aunque tu jefe se llame Amancio Ortega o Pablo Isla.
Pero las condiciones de las dependientas de las tiendas europeas de Bershka suponen sólo un pequeño problema de todo lo que las fast-fashion/low-cost (moda rápida/precios bajos) ha hecho con los derechos laborales, humanos y medioambientales en los países en donde se fabrican las prendas tan baratas que los nuevos pobres lucimos con orgullo.
En abril del 2013, 1.134 personas murieron en el desplome de un edificio textil en Bangladés. Las denuncias de las trabajadoras a las fallas enormes de seguridad del edificio no fueron atendidas por los propietario,s que las obligaron a trabajar porque sus compradores (Inditex, HM, Mango o Forever21) necesitaban seguir alimentando la idiotez occidental. Todas ellas cobraban menos de un dólar al día.
El documental The true cost (en Netflix) muestra cómo la fast fashion ha dinamitado la industria textil en los últimos 15 años, convirtiendo la moda en un producto de usar y tirar y modificando completamente el sistema de producción hasta volverlo monstruoso e insostenible.
En los últimos años las tiendas han pasado de ofrecernos 2 o 4 temporadas al año, a fabricar más de 50. Si cada semana entramos en la misma tienda encontraremos algo nuevo y excitante. Algo irresistiblemente barato fabricado en Paquistán, Camboya, China o India, el país del mundo en que peor pagadas están las trabajadoras del sector. Por el precio de un café, millones de mujeres trabajan más de 12 horas en condiciones de esclavitud y a cientos de kilómetros sus familias. Muchas de ellas son niñas. El 12% del trabajo textil lo desempeñan menores de edad. Los sindicatos no existen. Las huelgas y revueltas laborales en estos países son sofocadas a golpes y a tiros por la propia policía.
La industria textil es también la más contaminante del mundo sólo después del petróleo, y ha convertido el propio planeta en una fábrica más. Gran parte de las fibras con que se fabrica la ropa que vestimos están hechas a partir de petróleo, como el poliéster, el rayón o la viscosa.
Pero no es mejor la fabricación con algodón. La gran demanda de materia prima por parte de la industria textil ha provocado una intensificación agrícola de proporciones bíblicas que sólo puede mantenerse gracias al BT Coton, el algodón modificado genéticamente y cuyas semillas vende en exclusiva Monsanto. La compañía líder en ingeniería genética tiene también el monopolio de los pesticidas que “protegen” sus semillas transgénicas y que ocupan millones de hectáreas de tierra en Estados Unidos y en todo el mundo. A la contaminación del suelo y del aire se une la del agua, a donde van a parar no sólo los pesticidas, sino también los tintes químicos de las fábricas. Enormes ríos de vital importancia en los países en desarrollo se han convertido en peligrosos vertederos que merman la salud de los agricultores, sus familias y sus animales. Una parte importante de los niños que nacen en los campos de algodón de Bangladés sufren retraso mental severo y cáncer. Los suicidios por las amenazas de la compañía ante los impagos, matan cada media hora a un agricultor indio.
La huella ecológica de la moda no acaba en la fabricación. En los países ricos compramos más de 80.000 millones de prendas de ropa nuevas al año. Un 400% más que hace 20 años. La política del “usar y tirar” ha generado un problema sin precedentes en la gestión de residuos textiles, la mayoría de los cuales no son biodegradables. En palabras de Lucy Siegle “a medida que nos acercamos más y más a la degradación de la especie, a destrozar nuestros últimos reductos de naturaleza virgen, parecemos empeñados en producir más y más cosas desechables. La moda nunca debió considerarse un producto desechable”.
A medida que aumentamos la pobreza y la desigualdad de nuestros vecinos, este lado del planeta se hace cada vez más pequeño y también más pobre. La desaparición de la clase media y las dificultades para acceder a la sanidad, educación y un techo digno son maquilladas con camisetas de mierda por cinco euros. No sólo nos han robado derechos básicos, nos han robado hasta el ocio. El capitalismo, a través del instrumento de la propaganda (ahora “publicidad”) le ofrece a la cada vez más deprimida y ansiosa sociedad occidental píldoras de la felicidad en forma de productos de baja calidad hechos sobre la sangre de nuestras congéneres. Mientras, bloggers e influencers le hacen el trabajo sucio al capital promocionando el consumismo salvaje y vistiendo camisetas con eslóganes sonrojantes como “Girl Power” o “Feminism”.
En esencia, quizá la pregunta que todas y todos nos deberíamos hacer cuando vayamos de compras es la misma que plantea la activista y directora de Eco Age Livia Firth ¿es democrático comprar una camiseta por 5 euros y unos jeans por 20? ¿O nos están tomando el pelo?