El mes de septiembre de 1997 yo empezaba sexto de primaria después de varios cursos en la antigua EGB. Ese verano, como todos los anteriores, lo había pasado básicamente sola y aburrida, y por sola me refiero a la única compañía de mis padres y hermanos. Y por aburrida, a nada más que hacer que ir a la playa o ver de vez en cuando a mis amigas; que no era, ni de lejos, tanto como yo deseaba, pues aquello implicaba un desplazamiento en coche a la ciudad y mi madre no siempre podía, ni quería, llevarme. A veces me llevaban a alguna fiesta de pueblo, algo que me horrorizaba, porque me pasaba horas mirando el palco de la orquesta mientras mis padres bailaban, o a mi madre se le daba por buscarme amigas por toda la verbena en contra de mi propia voluntad.
La rutina habitual se vio trastocada por un suceso irrepetible que marcaría el inicio de curso de mis once años: la muerte de Diana de Gales. La muerte de la princesa que yo no conocía, pero con la que compartía el nombre y la edad de mi propia madre, fue suficiente drama para que se me atragantase aquel plácido domingo de finales de verano, pocos días antes de empezar el ansiado curso escolar. Esta tragedia fue recogida en mi diario bajo el epígrafe “muere Lady Di” sin encontrar yo el léxico suficiente para describir el horror que me invadía, pues en el cole ya había profesores que me llamaban Lady Di, y a partir de ahora podrían llamarme Lady Dead. El resto de las entradas de mi bitácora de papel contenían sucintas explicaciones de mi día a día. “Hoy me levanté temprano, desayuné leche con Colacao y tostadas con margarina y mermelada. Por la mañana vi Música sí en la tele, ayudé a mamá a limpiar el polvo, comí espaguetis con salsa boloñesa (me encantan), jugué (sola) con mis Barbies, di una pequeña vuelta en bici, vi la tele, merendé, hablé dos horas por teléfono con Silvia (amiga), cené y me metí en cama”. Los días eran más especiales si llegaba una carta de alguna amiga que aprovechaba un hueco en sus vacaciones para enviarme cinco folios hablándome de toda la gente genial que había conocido en el camping de Cádiz.
Visto por un niño de ahora mi vida infantil podría resultar de lo más soporífera, y la muerte de Lady Di, otro suceso dentro de la cascada de desgracias que acechan al mundo disponibles online y en tiempo real. Sin emabrgo, el aburrimiento formaba parte de mi rutina tanto como la diversión, y siempre encontraba yo una suerte de placer en el mismo. La muerte de Lady Di se convirtió en el suceso más impactante de toda mi infancia, tanto, que recuerdo exactamente qué estaba haciendo aquel día y qué ropa llevaba puesta. Fue también gracias al aburrimiento y a Leonardo Dicaprio que llegué al onanismo a muy temprana edad.
Mis padres no jugaron conmigo desde que yo tengo recuerdos, y ni siquiera me imaginaba un mundo en el que jugar con ellos fuese algo apetecible. Si mientras montaba un drama novelesco con mis muñecas mi madre abría la puerta de la habitación y me interrumpía, entraba en cólera y la echaba, pues me hacía perder el hilo de la trama de la que era narradora omnisciente y a la vez coprotagonista, en forma de Barbie Malibú. Aquellas tardes sola me obligaban a utilizar todos mis recursos imaginativos, los que solo tienen los niños. E incluso los miedos, se los contactaba directamente a Dios o al niño Jesús si convenía. Hablaba por los codos aunque no me escuchasen.
El paradigma ha cambiado radicalmente en solo dos décadas. Los niños no toleran el aburrimiento y los mayores no toleramos tener cerca a niños que se aburren. Muchas personas ven en el aburrimiento infantil una especie de fracaso, y se afanan por facilitarles la diversión con múltiples entretenimientos para evadirlos de la realidad. Hay tanto ocio infantil que creo que si yo ahora tuviese 11 años y un móvil con juegos y redes sociales, tendría la mitad de amigos y sería incapaz de sacar tan buenas notas.
Quizá los alumnos recuerden este verano como el de los atentados de Barcelona o el de los memes del hijo de la Tomasa, pero están condenados a olvidarse. Es tan masivo y tan indiscriminado el bombardeo de contenidos online, que la sociedad de la información se ha convertido ya en la dictadura de la información. En su regreso de las vacaciones muchos no tendrán nada que contarse, pues ya lo habrán visto todo en las redes. No se habrán aburrido tampoco, porque los padres habrán pasado el verano corriendo de un lado para otro, jugando con ellos, olvidando que no hay niño aburrido sino adultos desquiciados. Hasta los mejores padres, que los hay, sucumben a las pantallas cuando el niño se pone insoportable y es incapaz de buscar en su interior la fantasía con la que hemos sobrevivido generaciones enteras.
El problema no es solo infantil: ellos son las víctimas de una sociedad que ha dejado de construir discursos sólidos para convertirlo todo en mensajes efímeros vomitados por cualquiera. Cada vez es más habitual hablar con personas adultas a las que les cuesta acabarse un libro en todo el verano, o ver una serie con los cinco sentidos puestos en la trama. Los niños gritan que se aburren y rápidamente les facilitamos el mismo opiáceo que ha nublado nuestros sentidos. Su miedo al aburrimiento es nuestro miedo al aburrimiento. Que Dios nos pille confesados y con el Twitter abierto.