Hace unas semanas me encontraba en la T4 de Barajas después de un atropellado viaje a Cuba que conviene no recordar. La ropa sudada, el pelo aplastado, ojeras hasta los carrillos, un jet lag como la catedral de Santiago y un precioso mapa de manchas solares dibujado en toda la cara. Con sus continentes en la frente y el mentón, y los archipiélagos bien distribuidos entre las mejillas y la nariz.
Agotada, y arrastrando una maleta cargada de souvenirs estúpidos, me acerco a la farmacia del aeropuerto en busca de ayuda despigmentante. Rebusco por los estantes algo que pueda dar solución inmediata a mi problema y pido consejo profesional. Me saco las gafas de sol para no seguir emulando a mi querido Risto Mejide, y suplico asesoramiento. La farmacéutica, 50 años, divina, aseada y perfumada, la piel radiante, me mira de abajo arriba y de arriba abajo otra vez. Veo la preocupación en su cara, ella observa el desastre tatuado en la mía, y me espeta un inolvidable: «Perdona, ¿tú eres joven, verdad?».
Yo, 30 años, la vida por delante, un futuro lleno de emocionantes aventuras, de sonrisas y de lágrimas. Los sueños rotos por un melasma. Durante varios segundos pienso cómo responder a esa pregunta que me hacen por primera vez en la vida y decido dejar la pelota sobre el tejado de la profesional: «Hombre, no sé, tengo 30 años». Ella remata con un fingido arrepentimiento: «Perdona, es que traes tan mala cara, hay que cuidar más esa piel». Quizá habría tenido que ser más vehemente al defender mi juventud, quizá debería haberle recordado la esperanza de vida en Sierra Leona, en donde las cremas no habrían hecho gran cosa para salvarla de su destino bíblico. Puede que me conviniese señalar que estoy en la última década en la que el sufijo -ero es de verdad, y no un invento para infantilizar a personas que reniegan de su madurez. Pero el comentario me dolió tanto que me compré dos cremas, un jabón y Pilexil Anticaída.
Salí de la farmacia con 70 euros menos en la tarjeta, mis manchas intactas, y cara de gilipollas. Era la primera vez que alguien mayor de diez años dudaba de mi juventud. La pregunta resonaba en mi cabeza, como si me hubiesen arrancado parte de la identidad de cuajo. ¿Ya no soy joven? ¿Así, sin más? Siempre me han resultado patéticos los intentos de parecer joven a toda costa, los que reniegan de su edad y te piden que la adivines rezando para que les eches menos, como si haber vivido fuese un estigma. Y he presumido en tertulias públicas y privadas de que yo seré de las de pelo cano y arrugas en todo el jeto. Abanderada de la madurez. Sex symbol de la experiencia. La Meryl Streep de Pontevedra. Pero no tan pronto. Aún no estoy preparada. Déjenme vivir.
Pocas cosas hay más subjetivas que el criterio para establecer la barrera entre la juventud y la madurez. Una subjetividad que depende claramente de la edad del interesado. Habitualmente me sorprenden noticias que señalan como «joven» a un accidentado de 45 años, o cuando las señoras de mi pueblo se arremolinan en el tanatorio para llorar la pérdida de un chaval de 70. Con una esperanza de vida que ya supera los 81 en los hombres y los 85 en las mujeres, considerarse joven a los 30 es casi una obligación moral.
Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud no opina lo mismo. Para los expertos y estudiosos la juventud comprende el rango de edad que va desde los 10 a los 24 años. Antes, infancia; después, adultez. Criterio según el cual yo estoy seis años más cerca de la decrepitud.
Entonces pienso en todos esos pequeños detalles que hacen juventud y que una empieza a añorar cuando desaparecen definitivamente. Como cuando mi amigo Edu, un año mayor que yo, me daba la mano en la puerta de la discoteca para hacerme pasar por su novia de 18. Cuando venía un repartidor y seguía preguntando por mi madre para entregarme un paquete. Cuando pensaba que me podría quedar embarazada practicando petting. O cuando me pedían el DNI para activarme la máquina de tabaco estando ya en los últimos cursos de la universidad. Cuando todos los jugadores de fútbol eran más mayores que yo. Cuando tenía ayudas para todo y descuentos por mi juventud en el gimnasio, en el solarium y en el cine. Cuando era siempre la más joven de la oficina y me llamaban «bequi» cariñosamente. Cuando aún no podía contar en décadas los años que habían transcurrido entre varios eventos que yo había vivido en plena consciencia.
Qué es la juventud.
Y tú me lo preguntas.
La juventud eras tú.