El filósofo Zigmunt Bauman defiende en su libro Amor líquido —un ensayo sobre el amor en los tiempos del consumismo asilvestrado— que la palabra dependencia nos molesta cada vez más, porque como homo consumers que somos, buscamos constantemente la satisfacción inmediata por el precio/inversión que estamos pagando. Adquirir compromisos a largo plazo (y de ahí la deriva inevitable a la dependencia) no es una característica de los seres líquidos, que vivimos acostumbrados al «si no le gusta el producto, le devolvemos su dinero». En la época de la obsolescencia programada, las relaciones de pareja no se libran de pasar cada cierto tiempo una ITV mental. «¿De verdad me compensa?». «¿Qué me aporta?». «¿Mejora mi vida?». «¿Es un lastre?». «¿Se esmera en cada cunnilingus?». Y en definitiva, ¿merece la pena el sacrificio? A día de hoy las relaciones son vistas como actos de constricción —y muchas veces, lo son—, porque la sociedad líquida nos ha enseñado que ahí fuera, en el salvaje oeste del capitalismo, siempre habrá algo nuevo esperándonos. Probablemente, peor; pero nuevo, al fin y al cabo.
Así que cuando el producto no nos satisface lo suficiente, normalmente, llega la ruptura, un proceso cada vez más sencillo gracias a las nuevas tecnologías y tan despojado de sentimentalismos que el dolor, le dirán, es una opción. Recuerde a los gurús de la autoayuda: usted está triste por su puta culpa, deje de necesitar a los demás, cansino. Ahí fuera está la libertad, la verdad absoluta, el encuentro con uno mismo. ¡Quítese ya esa asfixiante soga de la dependencia emocional! ¡Vuele libre y disfrute de los placeres de la soltería! El proceso mecanizado de la ruptura solo necesita un estudio de los manuales de independencia emocional, el cultivo de la resiliencia (palabra preferida de los psicólogos new age y que, básicamente, significa sobreponerse a la adversidad), la autonomía, el autocontrol, el amor al campo y al sexo y, cómo no, las cañas. El alcohol. Mucho alcohol. (Esto último no lo dice Eduard Punset, pero debería).
Los noviazgos y matrimonios están llenos de peligros. Las largas relaciones de pareja hacen casi inevitable que entre los dos (o más) miembros se generen muchas de esas cosas consideradas a día de hoy tóxicas por cualquier psicólogo decente, como la dependencia y la necesidad del otro, pero que han venido sosteniendo las relaciones humanas —no solo amorosas— desde que comenzaran a organizarse las primeras sociedades. Solo acusar cierta dependencia emocional hacia alguien (una amiga, su padre, su perro) es suficiente para que el terapeuta de turno lo convierta en un inútil incompleto que no puede vivir sin estar colgado de alguien y le recete un poco de Escitalopram con una pizca de Bromazepan, más setenta euros la consulta.
Curado de esa enfermedad llamada amor en el menor tiempo posible, usted descubrirá el apasionante mundo de las relaciones clínex, aquellas que se pueden consumir en caso de resfriado emocional, cuando la soledad apriete. Convertir en prescindibles a todos y cada uno de sus amantes es la estrategia que le ahorrará dolores de cabeza, preocupaciones y demás inconveniencias. La aventura del amar (hasta el verbo resulta molesto) convierte a los creyentes en productos de un mercado en constante fluctuación, en donde un potencial competidor con mejores prestaciones podría venir en cualquier momento a sustituir sus funciones. Del mismo modo, una también puede encontrar un producto que le encaje mejor, y esto no es literal —o sí—, en un momento puntual.
Mire a su alrededor: la sociedad líquida nos permite adquirir continuamente nuevos productos, más satisfactorios, en el menor tiempo posible. Y ni siquiera las garantías a medio plazo pueden parar esa nerviosa compulsión a la tenencia de objetos, que acostumbran a ser sustituidos antes de agotar esa protección legal (¿a quién le preocupan hoy las garantías?) por algo más nuevo, excitante y mejor. Las exparejas, examantes o examigos se suman así a la penúltima versión del iPhone, al Seat Ibiza del 2004 o a la ropa del Zara de la temporada pasada, a pesar de lo mucho que funcionó el pañuelo verde pistacho en el 2014. La caducidad (y la conciencia de que es inevitable) es la base del amor. «Cuando la calidad nos defrauda, buscamos la salvación en la cantidad. Cuando la duración no funciona, puede redimirnos la rapidez del cambio».
Según los nuevos consejeros amorosos, las relaciones deben diluirse para ser consumidas y cada vez más gente se manifiesta abiertamente en contra de la monogamia ya que «las «relaciones abiertas» son loables por ser relaciones revolucionarias que han logrado hacer estallar la asfixiante burbuja de la pareja». Según otro experto que Bauman cita «las promesas de compromiso a largo plazo no tiene sentido (…) Al igual que otras inversiones, primero rinden y luego declinan».
La sociedad líquida diluye las relaciones de dependencia y las convierte en conexiones 4.0: lo importante, recuerde, es estar conectado. El antiguo concepto de relación está cambiando por el de conexión, en parte debido a la influencia de internet como principal suministro de «relaciones» en nuestras vidas. «Estar conectado» y «tejer redes» es lo más importante. Usted no padecerá las angustias de sentirse imprescindible para alguien cuando ya le haya aburrido: «Las conexiones se establecen a demanda y pueden cortarse a voluntad». De este modo, tampoco tendrá que dar la cara para echar a nadie de su vida, el botón block lo hará por usted: «A diferencia de las «verdaderas relaciones» las relaciones virtuales son de fácil acceso y salida».
Y así cada vez hay más gente busca romances por internet, esté o no ya en pareja, y más sitios web se dedican a este fructífero negocio. «Si «el compromiso no tiene sentido» y las relaciones ya no son confiables y difícilmente duran, nos inclinamos a cambiar de pareja por las redes. (…) Seguir en movimiento, antes un privilegio y un logro, se convierte ahora en una obligación».
El movimiento no es gratuito. A la mayoría de los seres humanos aún les viene grande el traje 4.0 y siguen buscando desesperadamente algo parecido al amor. Las felices personas solteras que conozco invierten gran cantidad de su tiempo y de su energía para mantenerse activas en el mercado del amor. El mundo líquido hace tan fácil entablar relaciones con otras personas que el concepto de amor se ha ampliado enormemente. «No es que más gente esté a la altura de los estándares del amor en más ocasiones, sino que esos estándares son ahora más bajos». De las larguísimas temporadas prerromance y citas previas a una relación de pareja, pasamos a escasos diez minutos de chat, una paja, y la creencia (real) de que nos encontramos ante el amor de nuestras vidas.
Y a pesar de ello, no tenemos relaciones más satisfactorias que las generaciones anteriores. Los divorcios han aumentando considerablemente y España es uno de los países de todo el mundo con mayor tasa de separaciones legales (exactamente somos el quinto en la lista). Los divanes de los psicoterapeutas están llenos de problemas de amor que pueden derivar en depresiones o grandes dolores emocionales. A la incertidumbre anterior que suponía poder ser abandonado por la pareja se suma ahora otra, tanto o más angustiosa: la de estar perdiéndose algo constantemente. Bauman lo dice así: «Los hombres y mujeres están desesperados por «relacionarse». Sin embargo, desconfían todo el tiempo de «estar relacionados», particularmente de «estar relacionados para siempre» (…) porque temen que ese estado pueda convertirse en una carga y ocasionar tensiones».
En ocasiones uno acaba escogiendo entre el agotador e incierto mercado de valores, o el gran amor de su vida, aquel por el que promete hacerse discípulo del Estado del Bienestar del Amor, renunciando así a una trepidante y agotadora aventura cada día. Lamento decirle que, inexcusablemente, al cabo de cierto tiempo, usted se volverá a encontrar ante el dilema del hombre líquido: el amor debería ser más intenso que eso, puede que se esté perdiendo algo ahora mismo, entre los cientos de amigos de Facebook y el festival de moda de este verano. No me malinterprete. No me refiero a relaciones que enferman mortalmente o donde uno de los miembros no es tratado como merece. Más bien a esa asfixiante sensación de que nuestra pareja, por la que hemos renunciado a la libertad (hagan hincapié en el verbo «renunciar»), nos parece ahora más un estorbo y la causa de nuestras desgracias que aquel compañero o compañera que habíamos decidido tener siempre al lado. La fiebre del enamoramiento parece haber encontrado fecha de caducidad.
Las reacciones químicas del cerebro tienen mucho que ver. La etapa iniciática del amor (con pensamientos repetitivos que nos impiden sacar de la cabeza a la persona amada) se parece mucho (se lo aseguro) a un trastorno obsesivo-compulsivo. «Estar enfermo de amor» no es solo una frase hecha: puede estar usted realmente enfermo. Por eso, para nuestra propia supervivencia, el estado enfermizo no puede mantenerse durante mucho tiempo, y la oxitocina y la adrenalina dan paso con el tiempo a la vasopresina, que provoca que estos sentimientos tan intensos evolucionen hacia una fase más relajada. Si este momento no llegase sería imposible criar a la descendencia y, por tanto, mantener una familia —núcleo central de la sociedad moderna y, curiosamente, del capitalismo—. Da igual cuántas relaciones inicie, el estado adrenalínico siempre se extinguirá una vez cumplido su cometido. Lo cierto es la destrucción de la familia tradicional es un proceso imparable, pero las causas distan mucho de encontrarse en los matrimonios del mismo sexo.
Pero el amor también es inevitable, y ahí reside su verdadera esencia. «La promesa de aprender el arte de amar es la promesa (falsa, engañosa..) de lograr experiencia en el amor, como si se tratara de cualquier otra mercancía». Al fin y al cabo, todavía no se puede traficar con los sentimientos, ni existe un mercado negro con dealers que vendan cachimbas de independencia emocional o gramos de indiferencia calculada. Cuando amen de verdad dense por perdidos, resígnense, dimitan. Porque amar es desaprender y también necesitar, depender, es tejer con hilo invisible cadenas que no debieran oprimir, sino fortalecer, dar paz. Lo sé: suena fatal. Yo también pago los setenta euros.
En cualquier caso, no tienen por qué creerme a mí. Lo que si podrían hacer es citar a Cortázar —los escritores, ensayistas, filósofos, poetas y monitores de crossfit ayudan a establecer interesantes conexiones en las redes sexosociales—. El autor escribía así sobre el amor en Rayuela, su obra más reconocida:
Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames.
Claro que después de aquello, Cortázar se casó dos veces más. Me explico, ¿no?