Padres de la privada

Pasear por delante de los colegios en hora punta es toda una experiencia sociológica. Al salir del trabajo suelo caminar por delante de un colegio privado muy elitista, el mejor de Santiago, y a veces me cuesta distinguir si son padres los que van a buscar a los niños a la escuela

¿Ancha o larga?

Uno de los regalos más absurdos que se le puede hacer a un niño es un reloj. Ningún niño necesita un reloj. La medición del paso del tiempo es una angustia exclusiva de los adultos que, afortunadamente, no alcanza a los pequeños. De hecho, los niños viven ajenos al paso del tiempo, al menos hasta que comienzan a adquirir conciencia de la propia muerte, algo que sucede entre los cinco y los nueve años de edad aproximadamente.

Hijos del desarraigo

DECÍA PAUL Auster en su autobiografía Report from the Interior que uno adquiere consciencia de su propia existencia, del devenir de su vida y de la muerte, a los seis años de edad, momento al partir del cual somos capaces de narrar(nos) nuestra propia historia.

La primera cita

LA PRIMERA VEZ que tuve una cita con un individuo al que llamaremos Ramón me pasé los 30 minutos de recreo sentada en un extremo de un banco de piedra de A Xunqueira mientras mi cita permanecía solemnemente callado en el extremo opuesto del banco.

Una habitación propia

CUANDO LE preguntaron a Virginia Woolf qué necesitaba una mujer para escribir una novela respondió que «una mujer debe tener dinero y una habitación propia para escribir novelas; y esto, como veis, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela»

La culpa es de las madres

SEPTIEMBRE DE 2009. El Defensor del Menor de Madrid remite un escrito a la Fiscalía de Menores para que actúe de oficio en la defensa de Andrea Janeiro Esteban, la hija de sus conocidísimos padres, ante el menoscabo constante a su intimidad y vida privada por parte de su madre.

¡Es amor tontas!

Un viernes por la tarde de hace por lo menos diez años me subí en el tren en la estación de Santiago con destino Pontevedra y no percibí la presencia de un chico hasta la parada de Vilagarcía, cuando se bajó del tren y empezó a golpear el cristal desde fuera señalándome la mesa que habíamos compartido: se había dejado el móvil.